Lo que arde no se calla
I. Instinto encendido
Bendito sea el cuerpo que aún reclama,
el que no se resigna al letargo blando del deber,
el que, cansado, aún busca el sorbo que lo despierte,
la piel que lo encienda, el impulso que lo salve.
La rutina es un velo que cae sobre los ojos
y apaga el color del mundo,
aunque a cada momento la sangre recuerda
que vino a arder y no a sobrevivirse.
No es un lujo.
Es un derecho animal.
Es electricidad en las entrañas,
imposible de apagar.
Una caricia, un trago,
un gemido que irrumpe donde antes reinaba el vacío.
Un cuerpo que dice “aquí estoy”,
y se atreve a exigir más.
Más roce, más latido, más...
Tú, que has probado la fuerza de un deseo encendido,
no puedes dormirte.
No puedes fingir que no sabes
que hay más.
Gozar es resistir y moverse con furia cuando todo invita a la quietud.
Es desear con hambre, con sed, con memoria.
Es quemarse para no apagarse.
Es recordar que estás vivo
y no pedir disculpas por sentirlo.
II. Hambre sin tregua
Ni se llaman, ni se tienen, ni se pertenecen
ni en casa, ni en el papel, ni en el calendario.
Y sin embargo, se siguen buscando.
Una necesidad que se estira,
un hambre feroz que no entiende de relojes ni distancias,
que devora cada pensamiento, cada gesto ausente.
Han inventado una vida en fragmentos,
en horas robadas,
en instantes sin preguntas,
en mensajes efímeros
y que los alimentan durante semanas.
Pero el cuerpo no sabe esperar.
El cuerpo exige ahora.
Busca tocarse, fundirse, romperse.
Abrirse, saborearse, olerse,
recordarse con la boca y la piel.
Aceptan el riesgo.
Prefieren el dolor de un encuentro imposible
al letargo tibio de una vida sin deseo.
Es un pacto sin promesas,
un impulso que no pide permiso,
una corriente que no se detiene.
A desear sin pertenecer.
A vibrar sin poseer.
A encontrarse en la fuga,
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